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Domingo de Ramos: Aclamado primero, crucificado después
Uno de los peores enemigos de la Iglesia está en la tentación del poder
No sólo la antiquísima tradición de las procesiones de Semana Santa, sino incluso el ancestral fenómeno social de las manifestaciones y las aclamaciones públicas, tienen su principal paradigma histórico en la Entrada de Jesús en Jerusalén. Jesús entra con humildad, en un asno.

Es aclamado como rey, como el esperado de los tiempos para colmar todas las expectativas del pueblo de Israel. La celebración eucarística de hoy nos recuerda este pasaje al comienzo, en la procesión de entrada, pero enseguida, en la liturgia de la Palabra, escuchamos el pasaje de la pasión.

Poco después de ser aclamado, le insultan, le flagelan, le torturan, le colocan una corona de espinas, lo escupen, y se ríen de Él. ¿Y si así hacen con el leño verde, que no harán con el seco? (Lc. 23, 31).

La Iglesia de Cristo vive permanentemente el misterio de su Señor. Sólo cuando sus hijos no son fieles a Él, se libran de correr su misma suerte, pero también se libran de ganar su salvación. Sus hijos, sus instituciones, sus obras, todas sus empresas humanas. Entrar en Jerusalén es fácil. Muchos lo hacen. Pero, ya Jesús, antes de hacerlo, les advirtió a sus discípulos: ¿estáis dispuestos a beber el cáliz que yo beberé? (Mt. 20,22). El evangelio no engaña. Ni a la Iglesia ni al mundo: Si nos aplauden, atentos: preludio de persecución. Y si la cruz no llega, ¿seguro que le hemos seguido a él?

La "mayor amenaza para la Iglesia no viene de fuera, de enemigos externos, sino de su interior, de los pecados que existen en ella", nos dijo en varias ocasiones Benedicto XVI y nos recuerda un día si y un día no el Papa Francisco cuando nos habla de la mundanización de la Iglesia. Y uno de los peores enemigos de la Iglesia está en la tentación del poder.

Entrar hoy en la Jerusalén de este mundo globalizado pero dividido, descreído pero interesado, adulador pero tramposo, no es fácil. Ni un solo compromiso con el poder, y mucho menos caer en la ensoñación de creer que en los ámbitos del poder político, económico o cultural está la solución al sórdido rechazo de la fe. El único camino de la Iglesia es el hombre, en su radical pobreza, despojado de todo poder. El único camino de la Iglesia está en un amor así, como el del aclamado primero y crucificado después, que acoge, que perdona, que no pretende nada de nadie, que no enseña desde el poder, sino desde la debilidad. 


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